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Dom, Abr

Basta porque duele

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¿Por qué será que se genera tanta distancia entre lo que decimos querer del mundo y lo que hacemos por él? En más chiquito, me pregunto esto mismo sobre lo que decimos querer y hacer en nuestras relaciones cotidianas, y lo que terminamos haciendo en ellas y, en consecuencia, por ellas.

Me genera un sentimiento de impotencia, molestia, que hoy no quiere escuchar ninguna explicación sobre la complejidad operante en el comportamiento humano; sino que tiene ganas de gritar: ¡Maduremos de una vez! ¡Y ya! Porque después nos quejamos: de nuestras parejas, de nuestros amigos, de nuestro jefe, de los políticos y del mundo.

Que los conflictos entre las personas existan, (no pensar esto es infantil), pero que cuenten con partes dispuestas a resolverlos, de manera honesta y respetuosa, madura. El dolor que conllevan algunas situaciones o decisiones no se puede sortear; pero la forma de plantearlo, transitarlo hace la diferencia.   

Estoy cansada de la sensación cada vez más acentuada con la adultez, de correr o rebotar en el medio de un pelotón desesperado de personas que buscan ser amadas, cuidadas, respetadas; muchas de las cuales no hacen más que boicotear ese derecho, que es de todos. 

Estoy molesta de que en cuanto algo escapa a nuestro control, conocimientos, hábitos, costumbres, expectativas; irrumpamos con arrebatos de susceptibilidad incisiva en la vida del otro.

Pienso en esos momentos que surgen con las personas, con quienes en una charla generalizada sobre la vida, encontramos puntos de encuentro, compartimos creencias y valores; y que de repente en un gesto, una palabra, nos devuelven lo mismo que cuestionan en el afuera. “La gente está loca", "la gente no tiene códigos" "la gente falta el respeto", "a nadie le importa nada", "la gente es cruel". En ese registro impersonal, estamos todos de acuerdo, ¿no?; pero son muy pocos los que tienen el valor de buscar en su persona cuánto hay de eso mismo, de lo que se quejan.

Que cada una se haga responsable de buscar tener la calidad de desarrollo emocional suficiente como para colaborar en hacer comprensibles sus sentimientos; poder hacerse cargo de ellos y actuar empática y respetuosamente con los otros. Que cada una se ocupe de hallar su propio centro y procure ser feliz.

Sepamos que hay muchísima infelicidad que puede reducirse si nos reeducamos en el amor y en la madurez de asumirnos en la necesaria relación con los otros. Al hablar de amor no hablo de romanticismos, sino de aprender a relacionarnos con nosotras mismas y con los demás de manera saludable y productiva.

Tengamos conciencia, estimulemos la capacidad de percibirnos en cada acto, en cada palabra que emitimos, en cada vivencia que transitamos.

Paremos con el proyector de nuestras frustraciones en la pantalla de la vida de los otros: el otro es el otro y sino lo aceptamos y valoramos por lo que es, por lo que aporta a nuestras vidas, no vamos a poder generar una comunicación eficaz para tratar de modificar los aspectos disfuncionales del vínculo.  

Pidamos ayuda, avisemos sino sabemos, no podemos, no queremos hacerlo. Esto también es muy válido y honesto: permite al otro tomar decisiones y elegir; si es que no estamos pudiendo hacerlo. 

La falta de conciencia, de registro del otro, duele, eso duele; más aún cuando pasa con los afectos, a quienes por definición afectamos y nos afectan.

Quiero que cada una se haga responsable de desactivar los efectos de vivencias dolorosas del pasado; y empuje a abordar de manera flexible y abierta, cada situación con el respeto por su singularidad que se merece (y nos merecemos).

Cada persona, cada situación es diferente, y nos da una oportunidad de cambiar, de modificarnos y modificar la experiencia. Depende de cada una de nosotras.