Las cosas que una mujer descubre cuando se va a vivir sola

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 Solterita, con o sin apuro. Separada, divorciada o viuda involuntaria, llega un momento en que una mujer se va a vivir sola o, en su defecto, se queda a solas, y es entonces cuando comprende algunas coordenadas.

Una dice lo más campante: ¡al fin sola!, ¡al fin libre! Pero el disfrute, de dicha situación, es un tanto efímero. Basta alzar la vista al cielorraso descascarado, para que en ese instante se produzca un insight importante en la vida de una.

Otro darse cuenta clave en nuestra flamante soledad Solari, es el apreciar que las cucarachas, parecen hacer gym y pesas, y que, si sobrevivieron a la bomba nuclear: el cucarachicida les parece más un desodorante personal que otra cosa. Y no es tan fácil hacerlas entender que el departamento es: o de ellas o de nosotras. Y dado el alto precio del alquiler que pagamos y que vamos a tener que fregar, nosotras, no ellas, preferentemente es recomendable que nos quedemos y ellas busquen otras instalaciones.

Otra cosa que nos damos cuenta con el uso, es que la casa no es tan pañuelito como pensábamos y de eso nos avivamos en la precisa hora de tener que limpiarla.

Además, nuestra casa es una excelente guarida para todo aquel separado, divorciado, familiar inesperado, o aquella amiga que se peleó con el marido y con quien consumimos horas de nuestro consuelo, café y paciencia.

Las visitas inesperadas, además del plus de tener que interrumpir lo que nos tenía tan entretenidas se agrega el pequeño-gran detalle de que, generalmente, en esos casos, puede acontecer que haya ropa interior tendida, nada decorativamente. Colgando de la canilla de la ducha o en algún picaporte.

Las paredes oyen y además hablan: cuando una está sola hay un eco terrible.

Sería aconsejable, tener en cuenta la posibilidad de que todo el edificio se entera cuando somos visitadas y que identifican, de movida, nomás, las que son visitas personales amorosas y las que son familiares.

Qué decir del encargado, con quien habrá que bajar la intensidad de los suspiros, ante su mirada atenta mientras nos guiña el ojo, cómplice.

También nos enteramos de cuánto nos sobra la soledad cuando el calefón se rompe y lo comprobamos cuando lo intentamos encender, como Dios nos trajo al mundo y a punto de bañarnos, echas unas estalactitas por el frío.

Ni hablar de las cosas que se pierden con la mudanza. Y que justo una se anoticia en el preciso momento en que se decide a buscarlas para usarlas.

En algunos casos, te vas a dar cuenta que una cosa es mudarse sola, sola, y otra es sola con hijos, que abren las cajas que tanto costó embalar, como si nada. Que sacan, sacan y sacan pero que no guardan, guardan y guardan.

Entonces, a nosotras, nos queda las cajas, los papeles, más las cosas que sacaron; de recuerdo a la espera de que algún alma caritativa, además de nosotras, se digne a tenernos lástima y las guarde.

Después de habernos quedado del lado de afuera de la puerta y conocer a los vecinos cuando estamos casi en paños menores, nos hace recordar que tenemos que tener una copia de las llaves en la casa de un vecino de confianza o de una amiga cercana para que la traiga de inmediato.

Por todo esto, a las visitas ya las miramos con otros ojos, los de candidatos a colaboradores.

Pero lo lindo de todas estas vicisitudes es que, cuando el mundo se vuelve hostil o nos rompe la paciencia, cerramos nuestra puerta y encontramos nuestro lugar en el mundo; sintiendo la dulce sensación del hogar dulce hogar.

Porque más allá de cómo tengamos las paredes, pintadas o despintadas, escrachadas por los pequeños del lugar, con cosas desvencijadas, relucientes o viejas, bellas en la fealdad o no, siempre lo sentiremos profundamente nuestro.